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Mes: agosto 2023

Qüentista

Tiene Vuesa Merced en la pantalla vnos textos escritos por vn

QÜENTISTA

Noble arte qve no precissa rigor, ni vergüenza ex professo.

Persona qve escrive historias inventadas qve ha visto con los ojos de sv imaginación y que da fèe dellas.

Otrosí: No venga a que le narre historias reales, que deso viven gentes llamadas:

HISTORIADORES

Noble arte qve recoge lo que qüentan otros avtores honrados qve asegvran qve dizen la verdad.

 

 

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El Toro

EL TORO

 

 

Piensa y luego actúa, nos suelen decir siempre. Pero da igual que pienses o que no, el destino es caprichoso y le gusta desbaratarlo todo, por muy atado y seguro que pareciera lo que habías pensado.

Ch. M.

 

 

Lo que más le gustaba en el mundo era rumiar, rumiaba por la mañana y por la tarde, rumiaba incluso durmiendo, aunque no físicamente claro, sino soñando que rumiaba. Saboreaba cada brizna de hierba varias veces al día y siempre encontraba sabores nuevos con los que deleitarse.

Sin embargo, aquella tarde no estaba rumiando tranquilo. Había dos cosas que le molestaban, la primera las estúpidas moscas que hoy estaban especialmente molestas y la segunda era el ruido que producían tantos humanos juntos al desplazarse por el camino. Miró a la columna fijamente mientras pasaban, más les valía no acercarse a sus dominios o sufrirían las consecuencias de su ira, él era el rey de ese prado y no iba a consentir que nadie se lo arrebatase. Con el rabillo del ojo vigiló a su harén de vacas, todas estaban tranquilas pastando, la columna ya se alejaba y por fin pudo relajarse. Resopló fuertemente para sacar de la nariz a la mosca naricera, husmeó el viento en busca de olores de vacas en celo y como no encontró rastro, se concentró de nuevo en su afición favorita. Se acercaba el ocaso y todavía quedaban muchos sabores de hierba por descubrir.

La oscuridad amenazaba con cernirse sobre el ejército del Rey Alfonso II de Aragón. La tarde agonizaba y aunque el Sol se esforzaba en mantener vivo el día, todos sabían que la noche no tardaría en vencerle y que el crepúsculo se haría dueño y señor de las tierras. El Rey, consciente de ello, decidió montar el campamento y permitir que su ejército dejara descansar sus huesos de la agotadora jornada.

Alfonso II paseaba por el campamento mientras esperaba que le montasen su tienda, observaba cómo algunos soldados descansaban sentados en corrillos, mientras que los de intendencia montaban las tiendas de la tropa y los cocineros preparaban la cena. Pensó que estaban demasiado lejos de enclaves importantes y que sería bueno que hubiese una ciudad en las cercanías que sirviera de defensa del territorio y para darle cobijo cuando fuera necesario. El campamento lo habían colocado en las orillas del rio Turia, justo debajo del monte en el que se hallaba Tirwal, enclave que había sido arrebatado a los musulmanes poco tiempo atrás. Sus consejeros no se ponían de acuerdo en donde se debía colocar la nueva ciudad, unos decían que en el propio Tirwal, otros se decantaban por el llano, el señor de Albarracín presionaba para que la ciudad más importante de la zona fuese su villa. Entre todas las opciones, el Rey debía elegir la que considerase más adecuada.

 Mientras paseaba y meditaba, el Rey pasó al lado de donde se había aposentado la partida de Almogávares que le acompañaba en esta ocasión, a su paso, los guerreros se pusieron de pie y le formaron una fila. Conforme avanzaba, vio el aspecto desaliñado de aquellos guerreros, el Rey no le daba mucha importancia a esto, pues sabía que las barbas, las pieles, las caras pintadas, su aspecto fiero y los gritos que proferían al entrar en la batalla, eran sólo una estratagema para amedrentar al enemigo, y ciertamente cumplía su cometido, pues su forma de vestir acompañado de su fama de falta de piedad y de su fiereza, hacía que muchos enemigos huyeran o se rindieran sin presentar batalla. Cuando el Rey pasó al lado del Adalid de aquellos Almogávares, le dedicó una sonrisa y un leve movimiento de cabeza a modo de saludo, el Adalid le respondió de igual forma y el Rey prosiguió su camino.

Cuando se hubo alejado, los guerreros se relajaron y volvieron a las tareas de preparación del campamento. El Adalid observó alejarse la figura de su Rey, tan sólo era un muchacho, como mucho tendría trece o catorce años, pero, aunque joven, sabía manejar las riendas del reino con firmeza y determinación. Era un Rey muy querido y respetado por el pueblo. El propio Adalid almogávar, también era muy querido por sus hombres y aunque no fuera el más fuerte, ni el más hábil, ni el más fiero, seguramente sí que era el más sensato y sabio de todos ellos, y sabía tomar las decisiones oportunas en los momentos adecuados, su despoblada y amplia frente le otorgaba respeto e imagen de sabiduría y más de una vez había salvado el culo a muchos compañeros cuando éstos habían realizado estupideces sin sentido o cuando algunos de ellos se habían metido en situaciones de las cuales luego no sabían cómo salir y a cada paso que daban, metían más y más la pata. Sea como fuere, sabía que aquellos guerreros actuaban la mayoría de las veces por impulsos y más con el corazón que con la cabeza y aunque eran rudos y como niños grandes, también eran nobles y fieles.

La cena transcurrió con normalidad y al término de ésta, los almogávares se sentaron alrededor de hogueras y contaban historietas de batallas acaecidas o comentaban chascarrillos o noticias que circulaban por el campamento. Uno al que sus compañeros le llamaban “Antón” se acercó a “Luisico” y a “Misael” y estirándoles de la manga les conminó a que se acercaran a un lugar un poco más alejado del resto de compañeros. Una vez a salvo de oídos ajenos, Antón les contó que una legua antes del lugar en el que se encontraban ahora, había visto una manada de reses bravas que pastaban tranquilas en la otra ladera del monte de Tirwal, Luisico le contestó:

  • Si, por esta zona es normal ¿y?
  • Que, entre las vacas, he visto un Toro bravo.
  • ¿Y qué le pasa al toro bravo?, si no te acercas y no le molestas, no te hará nada.
  • Es que necesito a ese toro.
  • ¡No me digas que te ha entrado el mismo gusto que a las vacas!
  • No es eso, ¿recuerdas la batalla de Caspe?
  • Sí, ahí te hirieron en la pierna ¿no? – Contestó Misael.
  • Sí, dije que había sido en la pierna, pero fue un poco más arriba.
  • ¿En la tripa?
  • No, un poco más abajo.
  • ¡No me digas que fue en…!
  • ¡Sí, ahí!
  • ¿Y te has curado?
  • No del todo, ahora no me funciona.

Hasta ese momento, la conversación había sido un poco aburrida para Misael, pero de pronto empezó a hacerse interesante, intentó mantenerse serio, pero por dentro le resultaba muy divertido.

  • Pero… ¿estás seguro?, ¿has probado en el prostíbulo?
  • ¡Sí!, no hay manera, menos mal que las chicas son un encanto y no han dicho nada, si no, menuda vergüenza.
  • ¿Se lo has contado a la curandera?
  • Sí, me ha dado toda clase de pociones, ungüentos y apósitos que a otros hombres ella dice que les han funcionado, pero conmigo no hay manera. Pero me ha dicho que todavía tiene una solución para mí, hay una poción que dice que es infalible, pero no me la ha podido preparar porque no tenía el ingrediente principal.
  • ¿Y cuál es ese ingrediente?
  • Semen de Toro bravo.
  • ¿Qué?

Una imagen se proyectó en la cabeza de Misael, se vio a sí mismo sujetando al toro por los cuernos mientras Antón y Luisico hurgaban y maniobraban en los bajos del toro. O lo que era peor, Antón y Luisico sujetaban al toro mientras que él…

  • Ah, no. Ni lo sueñes. Si piensas que voy a meterme en esto, vas listo.
  • He pensado una manera de sujetar al toro sin acercarnos mucho a él y sin que nos pueda cornear. Pero necesitamos que nos ayude más gente.
  • ¡Ja! ¿Y quién crees que puede ser tan valiente, ser tan pardillo o estar tan loco como para venir con nosotros?

 

Siete Almogávares más acompañaban a Misael, Luisico y Antón en esa algarada bajo la luz de la luna. Intentaban hacer el menor ruido posible mientras avanzaban hacia donde había sido vista la manada. Unos se habían dejado comprar con la promesa de que el siguiente botín obtenido por Antón, iba a ir íntegro a sus bolsas, otros por ofrecerse Antón a hacerles las tres siguientes guardias que les tocasen a ellos. Luisico y Misael iban gratis, empezaban a pensar que los pardillos eran ellos.

 

La idea era la siguiente: con varias cuerdas debían atar al toro por la cabeza y sujetarlo estirando desde diferentes ángulos. Una vez inmovilizado el toro, Antón se acercaría a por “la mercancía”. Un toro ensogado, la idea era una locura y jamás se había visto algo así.

 

Andaban a hurtadillas y en silencio para no ser detectados ni por la manada ni por los otros soldados del ejército. Al que montaba guardia en su zona de campamento, también lo había comprado Antón a cambio de hacerle una guardia la próxima vez que le tocara y también a cambio de dos postres extra, el otro soldado era muy laminero.

Por fin llegaron hasta las cercanías de la manada, las vacas y el toro estaban dormidos, se acercaron muy sigilosamente y en contra del viento para no ser detectados por el olor. EL toro se encontraba en el centro de la manada. Muy despacio y con mucho cuidado para no pisar el rabo de alguna vaca, llegaron hasta donde estaba el toro, llevaban los lazos preparados, así que al unísono los introdujeron por los cuernos y por la cabeza del animal. Habían programado que a la voz de “TORO” tirarían varios a la vez de cada una de las cuerdas y gritarían muy fuerte para espantar a las vacas. Antón se disponía a dar la voz del inicio de la acción, cuando de repente… el viento cambió de dirección.

El toro se despertó con una idea en su cabeza: “HOMBRES”. Dio un bufido, un mugido y un empentón y levantándose, embistió en la dirección donde venía el olor, aunque no veía nada, sabía perfectamente hacia dónde tenía que embestir. Los Almogávares se sobresaltaron al despertarse el toro, como no tenían tensas las cuerdas, al dar el toro el empentón, se les escapó de las manos y no lo pudieron sujetar. Las vacas también se despertaron y empezaron a correr como locas de aquí para allá, chocaban, se caían, volvían a levantarse y volvían a chocar. Los Almogávares estaban en medio de aquel guirigay, no sabían dónde refugiarse ni a dónde ir. El toro se dirigía directo a Antón, como sabiendo que él era el causante de aquello y Antón vio a la muerte a lomos del toro cabalgando hacia él, sin embargo, el destino parece que tenía otros planes, porque un instante antes de que le embistiera, una de las vacas en su loca carrera, chocó lateralmente con el toro y lo desvió de su camino, ambos se pegaron un encontronazo terrible y cayeron rodando por el suelo. El toro se levantó hecho una furia y empezó a perseguir a la vaca para castigarla por aquello, pasaron corriendo al lado de Antón, del cual ya se había olvidado el toro, pero la cuerda que todavía llevaba el toro al cuello se enredó en el pie de Antón y empezó a arrastrarlo por el suelo. La vaca empezó a subir por la pendiente de la ladera del monte, el toro la perseguía y Antón les perseguía a ambos, atado al toro. Menos mal que no había piedras, si no, se hubiera desnucado, pero, aunque no había piedras, había mierdas. Todas las “setas” que había ido plantando la manada a lo largo de la tarde, se las iba encontrando Antón, cuando llegaron a la cima del monte, estaba tan embadurnado que cuando el toro se paró ya cansado y dejó escapar a la vaca de nuevo ladera abajo, vio el bulto que había detrás de él y se acercó para olisquearlo, al oler la mierda, la reconoció como parte de su manada, se dio media vuelta y con las patas traseras, echó tierra sobre Antón.

Al otro lado del monte por el que habían subido, se oía un gran alboroto y el toro se asomó para observar el horizonte. Estaba empezando a clarear el día, y ya se distinguían las imágenes con más facilidad, aunque la vista del toro no era muy buena, podía distinguir vivos colores rojos y amarillos de las banderas y gran cantidad de gente que se movía y que gritaba allá abajo. Se los quedó mirando fijamente un buen rato y luego mugió fuertemente, parecía divertirle.

Luisico, Misael y los otros Almogávares habían conseguido llegar ilesos hasta el campamento, como llegaron sin ninguna cautela, los centinelas los divisaron, pero con la oscuridad, sólo veían bultos que venían corriendo y pensando que alguien los atacaba, dieron la voz de alarma. Pronto todo el campamento estaba en pie. El Rey salió de su tienda preguntando qué pasaba. Los Almogávares se identificaron cuando llegaron y la alarma cesó, pero el revuelo ya estaba hecho y no había quien lo parara.

En ese momento de confusión, se oyó un potente mugido que provenía de lo alto del monte y todo el mundo se quedó quieto mirando hacia donde estaba el toro. El sol decidió levantarse y desperezándose, empezó a brillar por detrás del toro que, visto desde abajo, más que toro, parecía un torico. Un “OOOHHH” se oyó entre la muchedumbre, el sol recortaba la silueta del toro y sacaba destellos dorados que le daban un aspecto asombroso. Justo encima de su cabeza, una estrella, la más brillante del alba, parecía juguetear entre sus cuernos. Todo el campamento miraba como embobado, incluso el Rey quedó maravillado y tomándolo como una señal divina, decidió que aquél iba a ser el emplazamiento de la nueva ciudad y que en honor a aquel toro bravo y a la estrella llamada Actuel que se posó sobre su cabeza, la ciudad se llamaría Teruel.

Los Almogávares que habían participado en la escapada del campamento, recibieron una buena reprimenda y por supuesto sus buenos castigos en forma de guardias y limpiezas extras, incluido Antón, aunque a este no parecieron importarle los castigos, ya que según parece, la mierda de toro también tenía propiedades curativas para su dolencia, y desde aquel día, ya no tuvo más problemas para que se le “levantara la moral”.

 

Fin.

 

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La Hostia

LA HOSTIA

 

PRÓLOGO.

Los Almogávares eran predominantemente lo que se denomina como “tropas ligeras”. Su principal valía era la movilidad, eran capaces de atacar su objetivo y retirarse mucho antes de que las tropas pesadas del enemigo pudieran reaccionar. La rapidez de sus acciones era fundamental y necesitaba de una gran coordinación entre el Adalid, que era el que dirigía los movimientos y los Almocadenes que eran los que ejercían las órdenes directas sobre la tropa.

Una vez desplegados sobre el terreno era muy difícil que el Adalid pudiera dar las instrucciones de viva voz, ya que a veces se separaban a buena distancia unos Almocadenes de otros y a su vez del Adalid. Pero los Almogávares disponían de un arma secreta para hacerse oír: “La música”.

Era habitual que junto a la partida de guerreros Almogávares, fuera un grupo de músicos con gaitas de boto, dulzainas y timbales. Mientras se producía el ataque, ellos se quedaban junto al Adalid, en un punto en el que se divisase el terreno de la batalla y hacían sonar sus instrumentos con melodías que invitaban a la acción. Esta música, sonaba a varias leguas de distancia.

Lo que en un principio pudiera parecer como sólo una mera distracción, en realidad para los Almogávares era mucho más. El Adalid se colocaba en un punto que tuviera buena visibilidad de la batalla y daba las órdenes a los músicos y éstos hacía sonar las canciones y melodías conocidas por toda la compañía. Dependiendo de la música que sonase, los Almocadenes sabían si tenían que rodear al enemigo por la izquierda o por la derecha, si tenían que retroceder o avanzar, si tenían que batirse en retirada o arrasar a todo lo que tuvieran por delante.

Los enemigos solían desconocer estas tácticas y cuando querían preguntarse cómo aquellos guerreros les golpeaban donde más duele, era demasiado tarde para ello.

Estas tácticas, también necesitaban de entrenamiento y coordinación. En los días que la tropa estaba en el campamento esperando alguna acción, aprovechaban para pulir los movimientos sobre el terreno.

 

 

LA HOSTIA

¿Cómo podemos diferenciar quién es un Héroe y quién es una persona corriente?

En que la persona corriente puede saber cómo hacer las cosas, pero el Héroe, además, sabe cuándo.

Ch. M.

 

El padre Damián, llevaba poco tiempo como capellán en el campamento cristiano. Su corazón henchido de fe, le otorgaba un aura mística haciendo que le brillaran los ojos de entusiasmo. No podía ser para menos, acababan de conquistar una importante plaza para el reino y el propio obispo, le había felicitado por la moral de las tropas.

Era lo que comúnmente podemos denominar, un hombre bueno: Era justo y honrado. Sus firmes convicciones no le permitían dudar ni un instante sobre cuál era el camino que debía seguir, defensor a ultranza de su fe, se había ganado la confianza de sus superiores jerárquicos a pesar de su juventud.

Andaba de un lado a otro del campamento pasando entre aquellos guerreros y bendiciéndolos a su paso, los amaba profundamente, pues habían luchado valientemente por la grandeza de Cristo. En su mano izquierda llevaba el cáliz con las Sagradas Formas y con su mano derecha iba bendiciendo y dando la comunión a los que encontraba en su camino. Su deambular de aquí para allá, llevó sus pasos hasta donde estaba la zona de la compañía Almogávar.

A aquella hora de la mañana, los guerreros almogávares estaban realizando entrenamientos de las tropas. Se repartían en grupos de no más de diez, los más veteranos adiestraban a los recién llegados en los movimientos de ataque y defensa, los novatos debían aprender aquellas tácticas de combate lo mejor posible, su vida dependería de ellas.

Los almogávares eran guerreros mercenarios, es decir, luchaban por el botín que iban a conquistar en el campo de batalla o contratados a sueldo por algún señor feudal, que pagaba sus buenos dineros por luchar en su nombre y así respondía a la llamada a las armas que le hacía su rey sin tener que exponer a sus propios campesinos ni soldados. Así el señor siempre ganaba, si vencían en la batalla, el señor recibía las felicitaciones, beneficios y prebendas que le otorgaba el rey, si la batalla se perdía y morían los mercenarios, se ahorraba el pago de la soldada.

Era raro encontrar a algún Almogávar que hubiera nacido, crecido y mantenido entre las filas almogávares, y los pocos que se mantenían, solían ser los Adalides de las diferentes partidas. Lo habitual era que campesinos o gentes de las capas sociales más humildes, se cansaran de vivir siendo pobres y que, al perder el miedo a la muerte, decidieran arriesgar su vida para salir de la pobreza en la que se encontraban, o de enamorados que no disponían de la suficiente fortuna para poder desposarse con sus amadas, y se lanzaban a la aventura de la guerra para volver victoriosos y con posibles con los cuales convencer al padre de las dueñas de sus corazones. Fuera el que fuese el motivo que impulsaba a aquellas gentes a tomar el oficio de la guerra, su determinación por regresar era siempre lo que les definía.

Solían estar luchando unos cinco o seis años. Si habían conseguido sobrevivir durante ese tiempo, lo normal era que hubieran conseguido el suficiente botín para poder regresar a sus casas con su familia y poder abrir un pequeño negocio con el que alimentar a su prole, muchos panaderos, herreros, posaderos o comerciantes, en su juventud habían sido guerreros almogávares que habían logrado regresar, otros, a los que la suerte les había sonreído con mayor abundancia, conseguían comprar tierras y poder vivir de una forma holgada.

Por eso, el trasiego de personas en las diferentes partidas era continuo y los novatos debían ser entrenados por los veteranos para seguir manteniendo la esencia Almogávar.

Cuando los novatos ya habían aprendido los movimientos básicos con las armas y el escudo, se solían organizar por parte de los Almocadenes lo que se denominaba como “Ludo Belli” o “Juegos de Guerra” en los que se simulaba una batalla real, pero sin heridas ni muertes, así se podían entrenar sin riesgo y adquirían experiencia y reflejos para cuando llegaba la batalla real. En ello se encontraban inmersos cuando el padre Damián llegó a su zona del campamento.

Cercano al lugar donde se encontraba la tropa realizando los ejercicios de combate, se hallaba reunido el Adalid con los Almocadenes y con los músicos para definir los sones y toques con los instrumentos que darían las órdenes durante la batalla. Solían cambiar las combinaciones cada cierto tiempo para evitar que el enemigo descubriese la estratagema y conociese los movimientos que iban a realizar.

El capellán sin dudarlo un momento entró sin pedir permiso ni licencia hasta el centro del círculo que formaban los músicos y los jefes de la partida. Cuando logro llamar la atención de todos ellos, empezó a repartir bendiciones a diestro y siniestro, estaba seguro de que se acercarían de inmediato y de rodillas a recibir el cuerpo de Cristo.

Todos miraron sorprendidos la figura de aquel pequeño personaje que desde el centro movía los brazos arriba y abajo y de izquierda a derecha dibujando cruces imaginarias en el aire. Durante unos instantes, se miraron unos a otros y de nuevo al capellán y de nuevo unos a otros, nadie comprendía qué estaba pasando.

La cara del capellán empezó a fruncir el ceño y a impacientarse, nadie se acercaba a recibir la comunión, ¿a que esperaban aquellas gentes? Pensó que tal vez no habían comprendido sus intenciones, al fin y al cabo, eran gentes humildes y seguramente analfabetas, así que abrió el cáliz, cogió una hostia y la ofreció con el brazo extendido y mirando al cielo para decirles con gestos que, si comulgaban, recibirían de inmediato la gracia de Dios.

Tras la sorpresa inicial que había causado la irrupción del capellán, los veteranos guerreros ya curtidos en cien batallas empezaron a divertirse al mirar al pequeño personaje que se mantenía quieto ofreciendo una hostia al cielo. A uno de los Almocadenes más veteranos y brutos, le resultó especialmente divertida la situación y sin pensarlo ni mucho ni poco, soltó una burrada monumental.

  • ¡Hey padre!, bendígale a ésta (señalando sus partes), que esta noche le espera mucho trabajo. – Y empezó a reírse a carcajadas.

Todos los demás Almogávares estallaron también a reír con la ocurrencia de su compañero. El padre Damián estaba estupefacto, no podía comprender lo que sucedía, aquellas gentes se estaban mofando de Dios, el demonio los había poseído. Su cara se desencajó, sus piernas temblaban, sus manos empezaron a sudar, la hostia que sujetaba entre sus dedos cayó al suelo manchándose de tierra. La ira inundó su corazón y su mente se nubló de rabia, aquel hombre había blasfemado en su presencia y eso era algo que no podía consentir. Se dirigió hasta donde se encontraba aquel pecador y le soltó una sonora bofetada en toda la cara.

  • ¡Toma Hostia! – Le dijo mientras golpeaba con todas sus fuerzas.

El guerrero se estaba riendo a carcajada limpia mientras veía al capellán acercarse hasta él, pero al recibir “aquella hostia” sus risas y las de sus compañeros cesaron de inmediato. El capellán era más bien enjuto y enclenque y aunque le había dado todo lo fuerte que pudo, al Almogávar le dolió más en su orgullo que en la cara.

Se levantó como un resorte, su mano derecha fue en busca del cuitiello que colgaba de su cinto, y levantó el arma dispuesta a dar el tajo fatal, su brazo se mantuvo en alto agarrando fuertemente el cuitiello, pero no descargó. Mantuvo su cara pegada a escasos milímetros de la cara del capellán mirándole con furia, amenazando con su mirada y exigiendo perdón, le sacaba una cabeza de altura y estaba seguro de que aquel hombrecillo se iba a orinar encima y le pediría piedad por su vida. El cura le sostuvo la mirada sin reblar, empezó una lucha interna entre dos voluntades de hierro.

El sacerdote podía tener un cuerpo frágil, pero su alma era poderosa, tenía verdadera fe, y eso le otorgaba una fortaleza espiritual impresionante. no temía en absoluto a la muerte, sus firmes creencias en la vida eterna le daban la fuerza necesaria para mantener el combate de las miradas sin retroceder un ápice.

El resto se almogávares cerraron un círculo alrededor de la pareja de contendientes. Expectantes, jaleando en silencio, atentos a la escena, ansiosos por ver qué iba a pasar.

Los segundos iban pasando lentamente, el tiempo parecía haberse detenido en ese instante. Toda la atención giraba en torno a aquellos dos seres enfrentados.

El Almogávar empezó a sentir la presión, le entraron dudas. Quizás se había precipitado en sus actos, quizás podía haber actuado de otro modo. Si mataba al sacerdote, él y su compañía podían verse perjudicados, tal vez no mereciera la pena correr el riesgo de perderlo todo por una tontería. Pero, por otro lado, no podía mostrarse como un cobarde ante sus compañeros, tenía una reputación que mantener y debía portarse como él creía que debía hacerlo ¿Qué iban a pensar los novatos si lo veían rendirse? No sabía qué hacer, se maldijo por ser tan estúpido y oró mentalmente para que se solucionase aquel entuerto.

La expectación era patente cuando algo rompió el silencio.

  • Va un loco por el bosque y se encuentra un charco de agua en el suelo, se acerca, se mira, y le dice al reflejo: “No me fio de ti, porque estás loco”. Y la imagen le contesta: “Mira quien fue a hablar, pues anda que tú…”

Todos los almogávares excepto la pareja, miraron hacía el origen de la voz. Se trataba de Diego “el gaitero”, uno de los músicos almogávares, famoso mundialmente además de por lo que bien que tocaba múltiples instrumentos, por contar también chistes malos, malos.

El grupo miró a Diego. Luego se miraron entre ellos. Luego de nuevo a Diego y finalmente todos estallaron en risas y exclamaban:

  • ¡Qué maloooo!, jajajaja.

Uno de ellos, riendo fuertemente comentó:

  • ¡Diego!, ¡eres la polla!

Diego le señaló directamente con el dedo índice y le dijo:

  • ¡EEEHHHH!, ha dicho PENE!

Todos rieron de nuevo.

De repente, todos se habían olvidado de los contendientes y empezaron a juntarse alrededor de Diego comentando el chiste. La pareja seguía en la misma pose, pero miraban con el rabillo del ojo la nueva situación que se estaba produciendo. Se preguntaban si se habían vuelto invisibles.

Rafa, el Adalid de aquella partida Almogávar, no se destacaba precisamente por ser un hombre religioso, más bien lo contrario, pero se separó del grupo que se había formado junto a Diego y se acercó tranquilamente hacia donde estaban los enfrentados.

Cogió la hostia del suelo y la limpió cuidadosamente. Tras comprobar unos instantes, que seguía intacta, hincó sus rodillas en la tierra junto al capellán y se la ofreció con los brazos extendidos y con la cabeza agachada.

El cura miró a aquel hombre que se arrodillaba a sus pies, miró la hostia y su alma se llenó de nuevo de compasión, cogió la sagrada forma, la levantó hacia el cielo, rezó en silencio y se la dio en comunión al Adalid, que la aceptó con satisfacción, al mirar hacia el resto, comprobó como Diego se había arrodillado al lado de Rafa esperando a su vez la comunión. Poco a poco, todos los almogávares se fueron colocando de rodillas.

Cuando el sacerdote llegó dando la comunión hasta el final de la fila, comprobó que el último de ellos era el Almogávar con el que había tenido la trifulca y que también esperaba para recibir el cuerpo de Cristo. El Almogávar dijo:

 

  • Perdóneme, Padre. Porque he pecado.

El capellán le hizo la señal de la cruz en la frente con el pulgar, y dijo:

Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine patris et filii et spiritus sancti.

Y le dio la Hostia sin ningún rencor. Tras comprobar que no quedaba nadie por comulgar, bendijo a todos con la señal de la cruz, les sonrió abiertamente y se dirigió a otra parte del campamento a repartir más bendiciones.

Poco a poco, los almogávares volvieron a sus ocupaciones anteriores a la interrupción, nadie comentaba lo que había pasado, todos fingieron olvidarlo.

Excepto Diego y Rafa, que se acercaron al que había causado el alboroto. Diego comentó:

  • ¿Qué te dijo el cura cuando te soltó la bofetada?
  • Me dijo: ¡Toma Hostia!
  • Te dio una bofetada y la llamó “Hostia” ¿eh?

Diego se acarició la barbilla. Una sonrisa se dibujaba en su boca mientras sus ojos miraban al infinito, poco después sus ojos buscaron a Rafa, ambos sonrieron. Un pequeño destello apareció en ellos al pensar en las cosas que se suelen pensar, cuando sólo los genios y los héroes saben en lo que piensan.

FIN

 

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© 2024 Chesús Mateo

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